Laudatio de Francisco Regueiro
Por José Vicente García Santamaría
Buenas tardes a todos, especialmente a nuestros homenajeados, a los compañeros de la Asociación Española de Historiadores del Cine que nos acompañan hoy, y a Filmoteca Española, por habernos dado todo tipo de facilidades para realizar estos dos homenajes y permitirnos, además, visionar de nuevo toda la obra de Regueiro.
El cine es un oficio peligroso y para gente como Francisco Regueiro consiste en correr continuamente por el borde de todos los precipicios. De ahí que, para mí, sea una tarea muy grata hacer hoy la laudatio de un director con cuya obra me siento muy identificado, y que, en mi opinión, es una de las obras más personales y arriesgadas de nuestro cine.
Si no abundante (diez largometrajes, además de su práctica de fin de carrera, un puñado de guiones y seis colaboraciones para televisión); si no abundante, decía, la filmografía de Francisco Regueiro asombra todavía hoy día por su audacia y su desparpajo.
Asombra también porque es uno de los pocos cineastas de esa generación del nuevo cine español que se ha empeñado en construir un universo ficcional propio que respondiese a sus presupuestos estético-políticos.
Y lo ha hecho, además, con la actitud que siempre le ha caracterizado: una insobornable independencia que, atravesando diferentes épocas históricas, direcciones generales de cine, productores y crisis económicas, le ha llevado contra viento y marea a construir una meritoria obra.
Su primer film, El buen amor, de 1963, retrata un país zaragatero y triste a través de una pareja de novios que viaja en tren hasta Toledo, para descubrir que allí les espera el mismo tedio, la misma insalubridad que en la capital que acaban de abandonar.
Sus siguientes cinco largometrajes, rodados entre 1965 y 1975, abordan la delicada tarea de desentrañar y desenmascarar el tiempo histórico del franquismo. Un ímprobo trabajo, puesto que, como decía Jordi Gracia:
“Ni los pespuntes de un tiempo ni sus raíces están a la vista del propio tiempo, sino detrás o debajo, allí donde también debe mirar el historiador para leer el pasado”.
De ahí que su siguiente film, atrozmente mutilado por la censura, Amador (1965), dispare ya certeramente contra la institución familiar como depositaria de toda la chatarra ideológica franquista.
En el año 1967 Regueiro acepta un encargo de Querejeta para rodar Si volvemos a vernos. Y en 1972 Querejeta le vuelve a producir Carta de amor de un asesino.
Pues bien, debo confesar que en ambas películas, especialmente en la segunda, resulta imposible rastrear eso que ha venido en denominarse el look Querejeta. ¿Cómo se consigue tamaña proeza? No sé para ustedes, pero para mí es un asunto insondable.
En medio de estos dos films dirige uno de los más bellos y, a la vez, de los que mejor reflejan la modernidad postclásica de finales de los sesenta: Me enveneno de azules.
El atrevimiento formal de este film, su audacia al mostrarnos, a través de la nueva arquitectura madrileña, una España moderna y desarrollista, incluso aseada, pero bajo la que discurrían graves carencias (como la de ser sojuzgados por un padre vulgar y autoritario)… Decía que ese insólito atrevimiento, muy en la línea de Blow Up de Antonioni, no mereció la incomprensión que le rodeó tras su pase en la Semana de Cine de Autor de Benalmádena.
Pero si en estos primeros films Regueiro pone en solfa las carencias de aquella sociedad, en sus otros dos films rodados en las postrimerías del franquismo se dedica a dinamitar los cimientos ideológico-económicos con los que se habían edificado los cimientos de aquel régimen político.
Ahora Regueiro puede mofarse casi a su antojo de ese país tanatófilo e iglesiero, y traza una visión despiadada y esperpéntica del final de un período histórico, a través de una barahúnda de gentes marginales y extralimitadas que han sido su territorio preferido: putas azotacalles, novios papanatas, madres incestuosas, necrófilas de lujo, gañanes conservadores y jóvenes imberbes e inmaduros.
El primero de estos films, del año 1974, Duerme, duerme, mi amor, no es sólo una sátira feroz contra esa pequeña burguesía española, corta de miras, que había sustentado y apuntalado el régimen de Franco, sino también una preclara metáfora de los límites y miserias del desarrollismo franquista, enmarcada en ese piso-colmena al que deben de trasladarse los protagonistas después de haber disfrutado de un pasado más glorioso.
Y al año siguiente hurga en la herida con el cruel Las bodas de Blanca, poblado con seres –como contaba el propio cineasta- “dolorosamente vivientes, casi cadáveres de una España que era la del desarrollo”.
Pero estos dos films le castigan con un silencio de diez años. Cuando regresa de nuevo, en 1985, Franco ha muerto y en España gobiernan los socialistas. ¿Estaba ya el público español a la altura de nuestro autor?
Seguramente los años que los españoles llevaban ya viviendo en democracia les hacían alérgicos a las epifanías. Así que era hora de emprender una disparatada metáfora sobre la transición política: Padre nuestro, en la que lejos de entregarse a un cine más acomodaticio, lo que hace es ampliar unos territorios de libertad que ya los quisiéramos hoy día.
Componiendo una suerte de trilogía sobre las relaciones paterno-filiales que da comienzo con Padre nuestro, y continúa con Diario de invierno y Madregilda; estos films cierran, hasta el momento, su obra, tras un largo y homérico viaje en el que nunca le ha faltado ánimo para concluir su ajuste de cuentas con el franquismo y sus excrecencias, y en el que nos advierte sobre las amenazas del pasado (la figura del padre) que gravitan continuamente sobre la España de la transición.
Creo que estos tres films serían impensables hoy día, como en su tiempo lo fueron Amador, Me enveneno de azules o Carta de amor de un asesino.
Serían también películas imposibles hoy: no sólo porque no encontrasen productor, ayudas o financiación, sino simplemente por ser muy políticamente incorrectas.
También serían impensables en la actualidad porque ese magistral elenco de gentes de cine que bajo su dirección alcanzaron momentos sublimes (como Fernando Rey, Paco Rabal, Laly Soldevilla, Rafaela Aparicio, Emma Panella o Amalia de la Torre) ya no volverán.
O porque productores como Alfredo Matas, guionistas como Ángel Fernández Santos, directores de fotografía como Luis Cuadrado, o montadores como Pablo G. del Amo, también han desaparecido, y con ellos también una parte nada desdeñable de nuestro cine.
En cualquier caso cabría preguntarse igualmente: ¿cuál es la mirada que vertebra los films de Regueiro, la mirada que recorre toda su obra?
Es una mirada que manifiesta su descontento con todo lo que le rodea; con un país insuficiente, con unos personajes que casi siempre rezuman amargura, que exhalan un profundo desprecio en sus gestos, en sus palabras. Unos personajes que son siempre víctimas del entorno asfixiante que les rodea.
Pero, al mismo tiempo, la mirada de Regueiro es una mirada cercana, nunca distante. Es también una mirada poco serena y profundamente atormentada. No es cautivadora, sino crítica. No es objetivadora, sino implicadora. Porque nuestro cineasta pertenece a la estirpe de los desencantados, de aquellos que imaginan que las cosas jamás acaban bien o pueden acabar bien.
Aunque sus personajes, como Amador o los novios de El buen amor, o el Junior de Me enveneno de azules, o Esperanza Roy en Si volvemos a vernos, crean que la sociedad en la que habitan no condicionará su vida cotidiana, y que saldrán indemnes de un tiempo histórico de minusvalías afectivas, políticas o sociales, finalmente acabarán por ser conscientes de que habitan en un infierno, que es también el propio infierno del director.
No hay, por tanto, consuelo ni finales felices para esa barahúnda de extraños personajes que pueblan sus películas. Primero en aquella España poblada de grisura y mediocridad de los sesenta. Años más tarde, en sus últimos films, que reflejan las majaderías de aquella alicorta sociedad, todavía llena de petulantes y desocupados crónicos que siguen arrastrando sus desvaríos a través de toda la transición política.
Porque a Regueiro, en su originalidad, en la radicalidad de sus propuestas, siempre le ha gustado poner en cuestión los mitos de la tribu. Ya sean éstos las alharacas del desarrollismo, la insuficiente modernidad de los primeros setenta o las carencias de la España de la democracia sobre la que seguía gravitando la figura del padre. Aunque sus propuestas destilasen esa especie de ironía que forma parte de los mecanismos de representación del mundo.
De ahí que en sus primeros films la cámara permanezca siempre en constante movimiento. A veces, en pequeñas e imperceptibles panorámicas. Otras, en largos travellings, perpetuando el espacio creado por el personaje. Aunque él confiese que suele tener un extraño y misterioso pudor y, a la vez, un gozo inmenso porque la cámara esté lejos de lo que se narra.
Hasta que rueda Duerme, duerme, mi amor en plena agonía franquista, y coloca, por fin, la cámara fija, no panoramiza, no reencuadra continuamente, no se desplaza con los personajes, desarrollando frontalmente la acción, enfatizando su faceta teatral para mostrarnos admirablemente los mecanismos de aquel sainete que nos tocó vivir durante largas décadas.
Recapitulemos:
En cada una de sus obras, aunque alguna de ellas pueda parecernos de “encargo”, o, como se decía antes, película “alimenticia”, aunque incluya un actor francés o una figura de la canción o, incluso, un astronauta, Francisco Regueiro, como decía Vila- Matas, cree que cada película “debe ser un renovado salto en el vacío, con o sin espectadores, pero un salto en el vacío”.
Saltar al vacío en cada uno de sus films y correr continuamente al borde del precipicio, despreciando el amparo de tierra más firme, parece haber sido hasta hoy el destino de nuestro homenajeado, que, tal vez, en ese denodado esfuerzo, en esa soledad inmaculada de los valientes, haya pagado un alto precio.
Gracias, pues, por tus películas. Gracias por esa obra admirable, que hoy queremos, aunque sea modestamente, reconocer aquí. Porque sabemos que el poder, cualquier poder, sea de uno u otro signo, si de él dependiera –como diría Roberto Bolaño- sólo premiaría a los funcionarios.
José Vicente García Santamaría.
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